I
El jinete se levanta con dificultad del terreno árido y agrietado, y se sacude el polvo de sus raídos ropajes. Está dolorido, pero no tiene nada roto. Tan solo ha perdido la consciencia durante unos segundos a causa de la caída. Sus ojos rojos recorren el desierto en busca de su montura.
Su compañero, un insecto mutante yace herido a pocos metros, semienterrado en una duna. Los Elamitas son animales muy duros y resistentes, pero su caparazón quitinoso no ha podido protegerlo del disparo láser. El rayo ha cauterizado la herida y ha detenido la hemorragia, pero también ha destrozado varios de sus órganos vitales.
La bestia sufre un espasmo en sus largas patas, y gime de dolor mientras el nómada inspecciona su herida. No se salvará. Acto seguido, desenfunda su pistola y acaba con la agonía del animal. Le llevó mucho tiempo domar al insecto mutante, lo consideraba su compañero, un fiel amigo.
Se retira la capucha y escudriña la tormenta de arena, no hay rastro de sus hermanos. Los Tarn’runi, tienen el deber de recuperar a sus compañeros caídos, y evitar que el enemigo se adueñe de su cadáver. Seguro que lo están buscando.
Recuerda haber disparado al motor de uno de los vehículos, antes de que los impactos del enemigo lo despojaran de su montura. No tienen que andar muy lejos, el rastro todavía está caliente. Un reguero de aceite y combustible por aquí, las marcas de los neumáticos por allá…, y por fin, encuentra lo que estaba buscando: una débil columna de humo no muy lejos.
Después de un tiempo caminando por el desierto de cenizas, el errante encapuchado encuentra el vehículo de sus presas abandonado. Su mano metálica, acaricia el relieve de la heráldica grabada con el puño de hierro en el chasis. Sus ocupantes seguro que andan cerca, pronto se deshidratarán y morirán. Pero quiere encontrarlos antes de que perezcan, todavía tienen que pagar una deuda, y sus malditos créditos no tienen el suficiente valor para comprar la clemencia.
II
Tan solo unos momentos antes…
–¡Por el gran Olandus, Turbo, acaba con ese bastardo! –exclama Drugg, mientras observa por el retrovisor de su cuatrimoto, como el Elamita les gana terreno con sus grandes zancadas. El insecto mutante es cabalgado por un nómada que les apunta con su rifle largo.
Los disparos del jinete, silban agudos por el desierto, y algunos proyectiles impactan en la motocicleta produciendo un repicar metálico. El morador de las arenas, consigue apartar al vehículo del resto que componen la caravana y alejarlo de la ruta.
Turbo y Drugg, son dos prospectores de la Casa de Hierro que están escoltando un convoy Orlock, patrocinado por el Mercator Gelt. Pertenecen a la banda de Los Rojos, y transportan material para construir un nuevo asentamiento minero en los Yermos ecuatoriales. Ellos regresaban de la colmena Primus con la carga, cuando fueron asaltados por una tribu de los moradores de las arenas.
–¡Muere maldito demonio! –maldice el Orlock mientras apunta con el cañón láser desde la torreta del vehículo. Turbo dispara, y el crepitar del arma desemboca en un potente rayo que acierta en el blanco.
–¡Me parece que le he dado! –grita con voz triunfante y distorsionada a causa de la mascarilla filtradora. El conductor mira por el retrovisor, y se levanta las gafas protectoras para asegurarse de que Turbo ha abatido a su perseguidor.
–Eso parece…, ya no nos sigue–. Drugg acelera, pero la motocicleta empieza a ahogarse y acaba deteniéndose. El motero Orlock vuelve a darle gas pero no sirve de nada, la motocicleta no responde, y una pequeña columna de humo negro brota del motor.
–¡Por el gran Olandus, hemos perdido todo el combustible! –se escandaliza Drugg palpando los agujeros del depósito.
–¡Tenemos las garrafas auxiliares!, solo hay que parchear el depósito antes de rellenarlo –se alegra el pandillero al darse cuenta de que todavía tienen una posibilidad, y empieza a desabrochar las trinchas que sujetan los bidones de combustible.
–No puede ser…
–¿Qué ocurre Turbo…? –pregunta su compañero, cuando observa la mirada derrotada de su compañero, mientras éste examina las garrafas de Promethium.
–Las garrafas también están agujereadas…, están vacías–. Se lamenta Turbo indignado, mientras agita una, y la lanza con furia hacia el desierto.
–Aún hemos tenido suerte de que los bidones no se hayan incendiado, y hayamos volado por los aires. Vamos Turbo, tenemos que salir de aquí, cojamos lo necesario y marchemos cuanto antes.
Drugg es el pandillero más veterano, y en el fondo sospecha que están perdidos. El próximo asentamiento está demasiado lejos, imposible de llegar andando con los víveres que les quedan. El veterano se guarda el lamento, no quiere que su compañero se desmoralice, aunque seguramente el chico ya ha llegado a esa conclusión, es joven pero no tonto.
Mientras los dos pandilleros se aprovisionan, y tratan de buscar soluciones, unos disparos impactan en la motocicleta abatida, rompiendo el silencio y cortando la conversación de cuajo. Los mineros Orlock se ponen a cubierto detrás de la motocicleta, la cual recibe varios impactos más.
–¡Salgamos de aquí, corramos hacia esas ruinas, esos malditos demonios nos han seguido!
–¿¡Por qué nos persiguen!?, ¡nuestra caravana partió paralelamente hacia el sur durante el asalto, nosotros no tenemos nada de valor! –Drugg y Turbo corren con dificultad por el arenoso suelo, levantando la ceniza a cada paso, y volviéndose de vez en cuando para disparar sin apuntar. Se dirigen a una estructura abandonada llamada “La Vieja Estación».
Los dos prospectores Orlock, consiguen llegar a los gruesos pilares del edificio y ponerse a cubierto. Drugg mira hacia arriba, y examina la estructura de plastiacero que se erige a más de cincuenta metros de altura.
–Subamos arriba, las pasarelas y escaleras son viejas pero fuertes. Desde una posición elevada tendremos algo de ventaja.
–¡Escoria del páramo! –grita Turbo mientras recarga su fusil– ¡Nosotros no tenemos nada de valor malnacido…, lárgate y déjanos seguir nuestro camino o te arrepentirás! –A modo de respuesta, el pilar donde están a cubierto recibe varios impactos. Los Orlocks corren hacia las plantas superiores, agachando instintivamente la cabeza mientras resuenan los disparos del enemigo a sus espaldas.
El viento aúlla salvajemente por las tierras baldías. Y las corrientes de aire que se cuelan por los huecos de la Vieja Estación, se asemejan a lamentos inhumanos que discuten en un idioma olvidado y enfermizo.
III
El nómada apunta tranquilamente. Tiene a los Orlock en la mirilla, y se relaja mientras acaricia el gatillo. Aun cuando uno de ellos, rompe el silencio maldiciendo en un idioma que no entiende. Rectifica la desviación de la trayectoria producida por el viento…y dispara. Pero en el último momento se refugian en la estructura.
El fuerte viento ya ha llegado, levantando densas columnas de cenizas. El encapuchado avanza tranquilamente, sabiendo que el polvo anulará la visibilidad en el exterior, y podrá llegar a la estación sin ser visto. Pueden correr hacia las plantas superiores si quieren, pero no tienen escapatoria. Llegará un momento en el que tendrán que dar la cara, y enfrentarse a su destino.
En el interior de la estructura, se filtran algunos rayos de luz por sus abundantes rendijas y fachadas derruidas, creando contrastes claroscuros. El esqueleto del edificio abandonado, muestra varios cables y tuberías colgando del patinejo central. Avanza en pos de ellos, pisando con cautela las carcomidas pasarelas de plastiacero. No son las primeras ruinas en las que se adentra, y sabe que hay que vigilar donde coloca el peso de su cuerpo. Un pequeño derrumbamiento puede desembocar en una caída fatal.
Sus presas han enmudecido, el joven retoño ya no lanza amenazas y eso no es una buena señal. Es posible que estén tramando algo. Se asoma con cuidado y lanza unos disparos hacia arriba. No lo hace con intención de acertar, lo que busca es
presionarlos, dejarles patente que les sigue al acecho, y que tiene suficientes balas para los dos.
De repente, escucha un ruido metálico de algo que choca cerca suyo. Un pequeño objeto rebota por una barandilla de al lado, y cae por el patinejo. La fuerte explosión de la granada retumba a pocos metros por debajo de él. La vieja estación se sacude entera, derramando escombros de las plantas superiores, y la explosion ilumina la estancia por unos segundos.
IV
–¡No podemos seguir huyendo sin más, tenemos que hacer algo! –se queja Drugg mientras empieza a palpar su cinturón. Agarra una de las granadas, le quita el seguro, y la lanza patinejo abajo. El estallido resuena en las paredes y hace retumbar toda la estructura.
–Si ese andrajoso ha conseguido salvarse, seguirá ascendiendo hasta encontrarnos. Vamos a escondernos en diferentes lugares y tenderle una emboscada. En cuanto asome su maldita cabeza por la pasarela, cualquiera de los dos que lo tenga a tiro, le vuela el cráneo. ¿Entendido?
–Me parece bien –responde Turbo, frotándose la cara manchada con una mezcla de sudor y polvo.
Drugg rebusca con la mirada a su alrededor, y se fija en un mamparo con una especie de portezuela de rejilla. Parece una pequeña cabina que servía para manejar una grúa auxiliar de carga.
–Muchacho –susurra en voz baja y le señala el escondite con la mano. El joven se dirige al lugar y se parapeta a cubierto tras el mamparo. Se cerciora de que su fusil automático está cargado, y asoma la bocacha de su arma por el hueco de la portezuela. El escondrijo es perfecto, pues tiene línea de visión con la pasarela.
El veterano Orlock, observa un espacio en la parte baja de una batería de tuberías verticales. Se agacha, y repta sin hacer ruido hasta llegar a unas de las válvulas que le ofrece protección. Extrae de su cinto los dos cargadores que le quedan, y los coloca al lado suyo. Hace lo mismo con la pistola láser.
Ahora solo tienen que esperar, la suerte está echada.
El viento sigue aullando y sacudiendo los rincones de la Vieja Estación. Y Turbo se estremece cuando afina el oído y solo escucha el quejido de la vieja estructura y el lamento de la tormenta.
V
La granada ha cogido al nómada por sorpresa, pero no volverá a ocurrir. No ha sufrido grandes heridas por la explosión, tan solo un rasguño en el brazo producido por las esquirlas de la metralla.
Hay otra forma de subir que muy pocos conocen. A partir de la tercera planta, existe un tragaluz por donde ascendía el montacargas. La plataforma dejó de funcionar hace muchos años, pero la estrecha cavidad del cableado desemboca hasta la última estancia.
El nómada enfunda su pistola, y se asegura de que los cables todavía resisten tirando de ellos. Se agarra a uno de los más grandes, y empieza a subir poco a poco, asegurando su ascenso con movimientos seguros y controlados. De vez en cuando, hace un alto para relajar la tensión de los músculos y descansar, apoyando su peso en algún saliente de la pared. El morador ha estado muy atento a los pasos de los prospectores, y está casi seguro de que no han ascendido más allá de la cuarta planta, justo donde se encuentra ahora. Solo tiene que encontrarlos, silenciosamente y sin que se den cuenta…
VI
Turbo está inquieto. ¿Cuánto tiempo llevan esperando sin escuchar nada más que el viento, una hora…, dos? No tiene ni idea, ha perdido la noción del tiempo. Su corazón late muy deprisa por la tensión acumulada. ¿Es posible que el bastardo haya desistido?
El arma con la que apunta cada vez la nota más pesada. Tiene las piernas dormidas, y el hormigueo que le recorre los músculos empieza a ser insoportable. Al final desiste, está convencido de que su perseguidor ha huido.
–¡Drugg, aquí no hay nadie…! ese cobarde se ha largado. Salgamos de aquí…¿Drugg?, venga viejo, déjate de tonterías y salgamos de este lugar–. El joven no obtiene respuesta.
Turbo se impacienta. Drugg no es ningún graciosillo, y nunca bromearía en una situación como esa. Un escalofrío se le desliza por el espinazo, mientras recorre con los ojos desorbitados la estancia en busca de su compañero. Nada, ninguna respuesta.
El joven está confuso, y recorre toda la planta en busca del veterano. El miedo se apodera de él, y un ataque de ansiedad le revuelve las tripas. Buscando y rebuscando por todos los huecos de la planta, repara en un bulto que yace en el suelo, debajo de unas tuberías. El corazón le da un vuelco. Hay un charco de sangre en el suelo y encima un cuerpo inerte. Reconoce esas botas, Drugg siempre se jactaba de lo cómodas que eran. Lo han degollado.
Turbo retrocede ante la presencia del cadáver de su compañero, que lo mira con ojos de muerto. Entonces resuena un disparo, y siente un dolor intenso en el brazo, que le obliga a soltar el fusil.
Delante de él, aparece el morador de las arenas con una pistola humeante. Inclina ligeramente la cabeza y vuelve a apuntar el arma. Turbo solloza, mientras las lágrimas y los mocos se deslizan por su rostro.
–¡Déjame ir, yo solo me dedico a buscar minerales, tengo algunos créditos y armas para ofrecerte! –El nómada vuelve a disparar, y esta vez acierta en la rodilla, destrozando la rótula y el peroné. Turbo chilla como nunca antes lo hizo, el dolor es insoportable, pero el miedo lo es aún más. Suplica perdón y ofrece dinero, pero el nómada vuelve a abrir fuego dos veces más a modo de respuesta. El impacto le agujerea el pulmón derecho, y el otro proyectil se aloja en su estómago. El morador de las arenas desenvaina un machete serrado, y la hoja afilada y oxidada es lo último que ve el muchacho.
VII
Bajo un mar de nubes contaminado de color ocre, Drugg y Turbo observan con ojos translúcidos el vasto páramo de cenizas. El viento alborota sus sucios cabellos, y los insectos mutantes trepan por la varilla de acero en la que están empaladas sus cabezas.
Un convoy protegido de comerciantes, hacen un alto ante semejante estampa. De una de las cuencas vacías de Drugg, asoma un gusano quitinoso. El insecto recorre su cara con un centenar de patas, hasta descender hacia el cuello cortado.
–Esto es un mensaje. Hace unos días los Orlocks perdieron un cargamento entero cerca de la Vieja Estación.
–Si, algo escuché en las Cataratas de Polvo, no es un bonito final.
–Se comenta que Lord Morrow está muy furioso. Por lo visto han sufrido varias pérdidas en esta parte de la ruta. La casa Orlock está reuniendo varios efectivos para declarar la guerra a los Nómadas.
–No tienen nada que hacer, ¿dónde piensan atacar, si los moradores no tienen territorios fijos? ¡El páramo entero es su territorio!
–Tienes razón, esos mineros locos lo único que conseguirán son más muertes. El desierto pertenece a los señores de los yermos irradiados.
–Reanudamos la marcha.., se acerca un tormenta de cenizas.
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